Puede que tengas una pyme en crecimiento, o quizá una que lleva tiempo funcionando pero necesita un empujón para organizarse mejor. Lo que es seguro es que, en algún momento, has tenido que enfrentarte a esa sensación de que todo está patas arriba: tareas que se solapan, plazos que se alargan más de la cuenta, reuniones en las que se habla mucho pero se decide poco… Y es que gestionar proyectos no es simplemente repartir tareas, sino saber cómo organizarlas, supervisarlas y entregarlas de forma clara y con sentido. Por eso tiene tanto peso el método de gestión que utilices, y por eso cuesta tanto elegir el adecuado sin entrar en un bucle de dudas y cambios constantes.
Por qué no todos los métodos encajan con cualquier pyme.
Aunque hay herramientas y filosofías de trabajo muy extendidas, eso no significa que todas valgan para cualquier tipo de negocio. Muchas veces se cae en el error de copiar lo que hacen las grandes empresas o lo que está de moda sin tener en cuenta si ese sistema encaja con la realidad del equipo. Porque claro, aplicar una metodología pensada para equipos técnicos de veinte personas a un grupo reducido de cuatro que trabajan desde sitios distintos puede acabar en un auténtico desastre organizativo.
Las pymes suelen tener recursos más ajustados, menos capas de gestión, y a menudo dependen de una comunicación directa y fluida para funcionar bien. Esto hace que algunos métodos se queden cortos y otros resulten tan complejos que terminan entorpeciendo más que ayudando. Así que lo primero que hay que hacer es entender que la clave no está en elegir el sistema más completo ni el más moderno, sino en encontrar el que se adapte de forma más natural a cómo trabajas tú y tu equipo.
SCRUM: cuando necesitas avanzar rápido y adaptarte sobre la marcha.
Uno de los métodos más conocidos entre los equipos de desarrollo de software, pero que también ha dado muy buenos resultados en otros sectores, es SCRUM. Lo que propone este sistema es dividir los proyectos en fases cortas llamadas sprints, que suelen durar entre una y cuatro semanas. En cada sprint se define lo que se va a hacer, se reparte entre los miembros del equipo y se revisa al final para valorar si se ha conseguido lo que se esperaba o hay que hacer ajustes.
Este enfoque tiene algo muy interesante para las pymes: la flexibilidad. Cuando trabajas en un entorno donde las necesidades cambian a menudo, poder hacer ajustes sin tirar por tierra todo el trabajo anterior es un verdadero alivio. Además, fomenta la implicación del equipo porque todos tienen claro qué tienen que hacer y cuándo tienen que hacerlo, y eso evita muchas de las típicas confusiones que hacen perder tiempo y energía.
Ahora bien, SCRUM requiere cierta disciplina. Hay reuniones casi diarias llamadas dailys, donde cada miembro comenta en qué está trabajando, si ha tenido algún bloqueo y qué piensa hacer hasta la próxima reunión. Aunque estas reuniones son breves, si el equipo no está acostumbrado a ellas o si no se hacen con un mínimo de estructura, pueden acabar siendo una pérdida de tiempo. Por eso, si decides probar con SCRUM, lo ideal es empezar poco a poco y adaptarlo a vuestro ritmo, sin obsesionarse con hacerlo todo “según el manual”.
Kanban: visual, sencillo y eficaz para organizar tareas sin agobios.
Si tu equipo es pequeño y cada uno lleva varios frentes a la vez, el sistema Kanban puede ser una opción muy útil. A diferencia de SCRUM, aquí no hay sprints ni ciclos definidos, sino un tablero visual donde se colocan las tareas en columnas que indican su estado: por hacer, en curso, terminado… Cada miembro del equipo puede mover las tarjetas según el avance de su trabajo, de modo que todos veis en todo momento cómo va el proyecto.
Lo interesante del sistema Kanban es que pone el foco en el flujo de trabajo. Permite detectar cuellos de botella (por ejemplo, si una columna está siempre a tope) y repartir mejor las tareas. Además, se puede aplicar sin herramientas complicadas. Basta con una pizarra, unos post-its o una herramienta digital sencilla como Trello, lo que lo hace perfecto si estás empezando a organizarte y no quieres cargar con una curva de aprendizaje demasiado alta.
Eso sí, hay que tener cuidado con el caos. Si se añaden demasiadas tareas de golpe o si cada persona empieza a cambiar columnas sin seguir ningún criterio, se pierde la claridad que Kanban pretende aportar. Por eso conviene establecer algunas reglas básicas, como limitar el número de tareas activas o hacer revisiones semanales del tablero.
Waterfall: cuando el orden y la previsión lo son todo.
Puede parecer anticuado frente a métodos más ágiles, pero el enfoque en cascada, o Waterfall, sigue siendo muy útil en determinados proyectos. Se trata de un sistema lineal, donde cada fase del proyecto debe completarse antes de pasar a la siguiente. Por ejemplo: primero se define el proyecto, luego se diseña, después se ejecuta y al final se prueba y se entrega. No se vuelve atrás salvo que sea estrictamente necesario.
Este método funciona bien cuando tienes claro desde el principio lo que necesitas hacer y no esperas muchos cambios por el camino. Por ejemplo, si vas a renovar una web que ya tiene una estructura clara o si estás creando un manual o documento largo con contenidos cerrados. También es útil si trabajas con proveedores externos a los que necesitas pasar especificaciones muy concretas desde el primer momento.
La pega es que cualquier error en una fase inicial puede tener consecuencias más adelante. Por eso, si optas por este método, conviene dedicar tiempo a definir bien los objetivos, los requisitos y los plazos, y asegurarte de que todos los implicados los tienen claros. No es el sistema más dinámico, pero puede evitar muchas sorpresas cuando el margen de maniobra es limitado.
Design Thinking: entender al cliente antes de proponer soluciones.
Aunque a menudo se asocia con diseño de producto o de servicios, el Design Thinking también puede aplicarse a la gestión de proyectos. Lo que propone es un enfoque basado en la empatía: entender qué necesita el cliente o el usuario, detectar el problema real que se quiere resolver y generar ideas que encajen de forma más directa con esa necesidad.
El proceso suele incluir varias etapas: empatizar, definir, idear, prototipar y testear. Esto puede sonar complejo, pero se puede aplicar en formato reducido. Por ejemplo, si vas a lanzar una nueva línea de productos o un servicio dentro de tu pyme, puedes empezar por hacer entrevistas o encuestas a tus clientes habituales, analizar patrones en sus respuestas y usar esa información para tomar decisiones más ajustadas a la realidad.
El Design Thinking tiene mucho de mentalidad y de actitud, más que de estructura cerrada. Por eso, si en tu equipo hay personas con ideas creativas y ganas de experimentar, puede convertirse en una herramienta muy potente para sacar proyectos adelante de una forma más humana y con más conexión con quien va a recibir el resultado final.
Qué debes tener en cuenta antes de decidir.
Elegir un método u otro no tiene que ser una decisión definitiva. De hecho, muchas empresas terminan combinando elementos de varios enfoques, adaptándolos según el tipo de proyecto o la fase en la que se encuentren. Pero hay algunas preguntas que pueden ayudarte a orientarte mejor:
- ¿Tu equipo trabaja junto físicamente o cada uno va por libre?
- ¿Sueles tener proyectos que cambian sobre la marcha o son bastante estables?
- ¿Tienes margen para probar cosas nuevas o necesitas resultados rápidos y seguros?
- ¿Prefieres sistemas visuales, reuniones periódicas o estructuras cerradas con pasos claros?
- ¿Tienes a alguien con experiencia en metodologías o todo sería desde cero?
Responder con sinceridad a estas preguntas te da una base para decidir con más criterio. Porque al final, el método ideal no es el más completo ni el que parece más profesional, sino el que tu equipo puede aplicar con soltura, entendiendo para qué sirve y adaptándolo a vuestro ritmo.
Cómo gestionar mejor sin perder el control.
A veces, cuando se quiere profesionalizar la gestión en una pyme, se tiende a cargar al equipo con herramientas, informes y reuniones que más que ayudar, saturan. Lo realmente útil es identificar los puntos clave donde se pierde tiempo o donde hay más margen de mejora, y centrar ahí los esfuerzos. Por ejemplo, si los proyectos se retrasan porque nadie sabe en qué está cada uno, un tablero visual puede ser suficiente. Si el problema es que no se cumplen plazos, quizá lo que falta es una planificación clara con tiempos definidos.
Desde ActionProject nos señalan que muchas veces lo que frena a las pymes no es la falta de herramientas, sino la falta de un criterio claro para decidir cómo usarlas. Y es que implementar un método sin saber para qué se quiere puede ser como usar una brújula sin tener claro a dónde quieres llegar. Por eso recomiendan empezar por lo más sencillo, probarlo, y mejorar desde ahí.
No tengas miedo a cambiar de rumbo si algo no funciona.
Una parte fundamental del aprendizaje en la gestión de proyectos es la flexibilidad. Que hayas empezado usando un sistema no significa que tengas que casarte con él para siempre. Lo importante es estar atento a lo que funciona, escuchar al equipo, y tener claro que los métodos están para ayudarte, no para limitarte.
Si algo no encaja, si el equipo se atasca o si nadie tiene claro qué está pasando, es el momento de parar, revisar lo que falla y ajustar. A veces basta con hacer pequeñas modificaciones: acortar reuniones, cambiar la herramienta que usas o repartir las tareas de otra manera. Lo que no tiene sentido es seguir con un sistema que genera más caos del que resuelve.
Y, sobre todo, recuerda que el objetivo de cualquier método de gestión no es tenerlo todo bajo control al milímetro, es poder avanzar con más claridad, menos estrés y mejores resultados. Porque cuando el equipo trabaja alineado y cada paso tiene sentido, es mucho más fácil que las cosas salgan como esperas, y que los proyectos no se conviertan en una montaña rusa diaria.






